El antiguo poblado de Campanar siempre ha “tirado de mi”, quizás, por aquello de que parte de mis raíces paternas están en esa tierra, aunque la visite puntualmente en las fiestas de su patrona y las del Santísimo Cristo de la Agonía, en su recoleta ermita convertida en un islote de paz que se defiende de la agresividad urbanística de la zona, al igual que sucede con algunos edificios típicos y calles del casco antiguo de la población que se refugian y agrupan alrededor de la Iglesia y su plaza para defenderse de la agresividad de la gran ciudad.
La ermita del Cristo del Pouet
Para llegar a la sencilla ermita del Pouet, como así se conoce popularmente, desde el núcleo urbano de la población hay que cruzar la vertiginosa avenida de Maestro Rodrigo y llegar a la zona residencial de Campanar. Allí junto a la llamada Partida del Pouet, como reza el rótulo municipal, se levanta el ermitorio de planta rectangular. Sobre la portada podemos leer Santísimo Cristo del Pouet en azulejería. A ambos lados dos paneles cerámicos en los que se representan las imágenes del Santísimo Cristo y Nuestra Señora de Campanar.
En el interior de la ermita se contempla un altar. Sobre el mismo una gran cruz de madera con los símbolos de la Pasión En un lateral se encuentra una peana y sobre ella la imagen del Santísimo Cristo de la Agonía, obra del escultor Pascual Gimeno, con una particularidad que el Crucificado mira hacía el cielo momentos antes de su agonía.
En las paredes laterales se sitúan pequeñas imágenes de la Virgen de los Desamparados y Nuestra Señora de Campanar.
Las fiestas datan de 1802 fecha en la que se encontró el Cristo flotando hasta el lugar, según las crónicas, a consecuencia de una de las riadas del Turia que inundó la población de Campanar. La imagen original fue destruida durante la Guerra Civil. La actual es posterior y la realizó el escultor Pascual Gimeno, vecino de la zona y familia de una saga de artistas falleros y escultores, como es el caso, entre otros, del conocido artesano Tío Boro, (Salvador Gimeno Torrijos) cuya antigua vivienda se encuentra detrás del ermitorio entre alquerías remodeladas y altos edificios.
La transformación a que estaba destinada la población de Campanar era impensable antaño y, sobre todo, que su amplia y espaciosa huerta dominada por las acequias de Rascanya y Mestalla cuyas aguas llegaba a esos campos y que eran el medio de vida del hombre de la huerta desaparecerían.
Recuerdo que para ir a la población se pasaba por el llamado “fielato”, pequeña oficina de impuestos municipales, después de atravesar el Camino de Trásitos y por caminos de huerta se llegaba a la población.
Con el paso de los años contemplé, en mis sucesivas visitas, como la presión urbanística fue sacrificando lo mejor de la huerta y modernos bloques de viviendas fueron apareciendo junto a surcos del patatal, de las cebollas y hortalizas de invierno y de verano, sin olvidarnos de los “nabos de Campanar”, los mejores para hacer un buen arrós en fesols i naps, según los especialistas. Hoy, ya ni eso. Es el tributo que hay que pagar al llamado progreso.
¿Y los molinos? En antiguas crónicas aparece el Molí Nou, el dels Frares, de Llovera, dels Pobres, del Sol, del Comte, de Sant Pere y el de la Marquesa, entre otros, desaparecidos y con ellos los recuerdos de cómo los molineros, muy importantes en Campanar, descargaban el trigo y cargaban la harina en enormes carros tirados por los típicos “rosins”.
La verdad es que las tierras y las huertas las compraron los constructores y los agricultores, quizás, recolectaron la cosecha de su vida. Todo cambió. Sin embargo, admiro como el pueblo de Campanar ha sabido conservar sus fiestas, costumbres, tradiciones, devociones y procesiones que hace que recordar que todo sigue vivo entre sus gentes. Un ejemplo, les invito a que cada 19 de febrero, fecha conmemorativa del hallazgo de la pequeña imagen en 1596, se acerquen para vivir los festejos en honor de la Virgen de Campanar.